Quien canta su mal espanta

Francisco Lira
La Carbonería, Sevilla ///
agosto de 2008

La felicidad en el trabajo. El cante y los oficios: Quien canta su mal espanta. Sobre algunos tientos visuales de Loncho Gil.

En la intención de situar la resiliencia y la fuerza refractaria de la obra La felicidad en el trabajo, a la que invitamos desde aquí, tomaré prestadas unas cuantas palabras de este artista-pintor que es Alonso Gil (Badajoz, España, 1966), y que fueron trascritas de una conversación mantenida entre él y nuestro común amigo, no del todo desaparecido recientemente, Quico Rivas; palabras a las que por suerte pude tener alcance, por esclarecedoras, respecto de algunas cuestiones que afectan de modo decisivo al arte de nuestro tiempo; y, desde luego, señalan el êthòs, pero también la mala costumbre de pensar, que late por bajo de este trabajo. Estas palabras de Loncho Gil, que así lo llaman sus próximos en los mentideros del arte, y que recojo ahora al vuelo de este escrito, dicen: –vivimos instalados en la paradoja, en la contradicción, en esa frontera difusa, permeable, donde aún no se han establecido las aduanas entre el mundo real y el mundo virtual, entre lo conocido y lo por conocer, entre la subvención y la subversión, entre el derecho a practicar la política de la donación y la obligación de tratar con usureros, mercachifles y supuestos gestores culturales de las instituciones públicas y privadas; vivimos obligados moralmente a criticar el sistema y acuciados por la necesidad de vender nuestras obras a los ricos para que decoren con ellas sus salones–. Conviene, pues, no olvidar estas palabras; conviene contar con ellas, en su expresión de fuente oral, así, como se muestran, en apretado haz, para mejor comprensión de lo que se dirá, seguidamente, sobre La felicidad en el trabajo.

Frente a la realidad administradora de muerte y contra sus formas de dominio y sumisión, alguien piensa de viva voz, como si fuera anotando en un público diario, las diversas mañas de la subversión, los distintos modos de escapar al desánimo: de un lado, la trasgresión propia del límite entre las voces y las sombras, entre el color de la voz y los silencios; de otro, las voces fuertes y ricas en contraste, y además usadas con firmeza; vienen a dar en estos tientos de ver, o, mejor, tentativas visuales, con las que Loncho, artista-pintor afincado en la vecindad de la Puerta de la Carne y del flamenco, desde hace ya algún tiempo, muestra ahora su obra última en Sevilla. La elección del asunto y el expresivismo conceptual de este artista se proyectan sobre una poética visiva de lo rítmico y lo adámico.

Y no es esto sólo. Estos tientos videográficos, estos ensayos de aire y compás, esta intervención sobre el cante y los oficios, pura rítmica de la voz para mayor regocijo de los ojos, dan razón a una serie de figuraciones flamencas que acercan nuestra mirada a un imaginario poético marcadamente auditivo e imaginal, pero que no es otro sino aquel que responde a la simple gestualidad: el cante.

El cante, los cantes de labor, que bajo la mirada atenta de Loncho, es el asunto en el que se adentra y sobre el que abunda la curiosidad derramada de esta obra: todo aire, todo voz, todo discontinuidad y alternancia; obra que busca fijar a cada instante la desnudez tímbrica de la voz, la atinada frescura de la voz que acompaña al trabajo, juego en el espacio y contra el tiempo, y desvelar lo misterioso que encubre: su –maravillosa violencia–; dando lugar al fin a una mezcla de sensaciones vivamente encontradas, y desde donde mostrarnos el valor de usar la cámara, pero también el dejo, la fractura, el quiebro, la trasgresión en la preferencia por la táctica de la voz para enfrentar lo inesperado.

Estas razones por sí solas serían suficientes para que este vídeo haya sido dispuesta según un ritmo de labor, porque los cantes de labor se han introducido no en la pretensión de sustituir el tema, sino en la intención de facilitar –al desocupado veedor– el adentrarse en la aventura de oír que es ver de otra manera: oír con los ojos y ver con los oídos, nos dice el poeta. Hay además, en este trabajo un préstamo de fotografía en pintura; hay, también, cultivos de una vieja sabiduría: sabor y saber gestual.

Por otra parte, estas visualidades buscan su aposentamiento en el gesto, pero, sobre todo, en el gesto en trance de voz, como si en estos encuadres no hubiera otro mayor secreto del que muestran algunos momentos desnudos, donde el gesto registrado en soporte digital, es lo que a cada instante expresivo queda sin expresión, o, dicho de otro modo, donde el gesto que acompaña al cante es el vacío expresivo que permanece en cada movimiento; al tiempo que Loncho lo dota de una utilería contemporánea, sin pretender la encantación o el mito, sino la fuerza del misterio; poseen, también, estas escenas visivas, una impronta lírica en el uso de los encuadres, que las nutre de una gran energía expresiva y emocional.

Voz, pero también aire; es aire y voz, como puede verse, lo que importa a este artista-pintor, lo que vemos en la ilusoria profundidad de sus escenas, en las secuencias de sus videografías y se expresa en un lenguaje de claras resonancias rítmicas, tan expresas como expresivamente –casi cabe decir exclusivamente– flamencas, llenas de alternancia y discontinuidad, de útiles analogías, y resueltas frente a las dificultades.

El cante, desde estas estrategias visuales, metáfora visiva, se expresa en estos registros sonoros simbólicamente: pues, el artista-pintor tiene en cuenta la circunstancia viva, el carácter corporal entero, no sólo el de la boca, el rostro, las manos, sino el gesto pleno del cante mientras se está en la labor, gestualidad rítmica que mueve a compás todos los miembros. Desde este vídeo el artista nos propone retomar estrategias y caminos de reflexión visual que parecían cerrados, invitándonos a su actividad favorita: ver. Volver a mirar, insistir una y otra vez en los modos de ver, que es pintar de otra manera; aunque no lo hace desde una actitud ingenua, sino que incita a que de nuevo veamos lo ya visto, porque es un proceso de descubrimiento que permanentemente se reformula, implicándonos así en una tarea continua de paciente y deleitosa indagación.

Además, muestra esta pieza, La felicidad en el trabajo, en la que se cruzan procedimientos varios, modos de resolver distintos –desde la intervención, la pintura, los objetos visivos, la escenografía– y que se reúnen aquí para disfrute de la mirada, la intención de atrapar en su ambiente el gesto y su expresión, mediante alargadas faenas, manchas de sonoridades, violenta oposición de tonos, cámara suelta y una clara intención de abocetamiento. Si paseamos gustosamente los ojos, demorándonos por cualquiera de estas piezas, obtendremos una emoción puramente física, gracias a la fuerza sensitiva de las voces y las escenas primorosamente elegidas al efecto.

La contrastada contundencia del color y su brillo, en gamas frías, de grises, azules, violetas y rosas, hace darnos cuenta del carácter, la índole, el rasgo vivo, que invisiblemente sitúa –por intensificación concentrada– el engaño a los ojos, el movimiento, el ritmo, la voz, el aire. Estas escenas de cante, de –maravilloso ayeo–, prefieren el oscurecimiento paulatino a la súbita y violenta caída en la negrura. Estas formas breves de figuraciones y sonoridades flamencas –gusto para los ojos o seducción para los sentidos–, llenas de encantos pequeños y cercanos, encuentran además en la íntima contraposición de los cantes de labor y sus timbres, el tanteo de registrar lo inasible: la voz, el ademán, tal vez el gesto mismo del cante.

La fuerza resistiva de estas tomas a color, luces, sombras, contrastes o sensación de bulto, responden al capricho de una mano, sinceramente liberada de cualquier exigencia, liberada también de toda pretensión y de toda atadura. Una rápida mirada a estas escenas de cante de impronta primitiva y gestual, a que nos invita Loncho, bajo el signo de la tradición de lo nuevo, la resiliencia y la refractariedad, acaba por romper las barreras entre lo fotográfico, lo videográfico, el videocollage o el poema visual, vinculando estos modos de hacer en un continuo sin fisuras. La obra de Loncho, que no acostumbra a desdeñar el asunto, incluso la anécdota, en estos momentos de realización de la labor en el trabajo que ahora se exhiben, busca fijar la desnudez expresiva de la voz, el silencio que deja el aturdimiento del rostro, el temblor de la boca, el pasmo que produce la emoción, el instante condensado que ya no está bajo la amenaza de lo perecedero.

Esta muestra reúne, doblemente, este cumplimiento: de un lado, obra de varia intención, en soportes distintos, marcada por un expresivismo visual en el que sorprende la indagación frente a los diferentes modos de ver el asunto; y, de otro, modos de resolver, en los que la visión imaginante parece irse deslizando, entre el azar y la curiosidad desmandada, con una pulcritud de concepto próxima y actual.

Modos de ver, modos de resolver, parecen estas metáforas visivas, estas escenas de labor, de oficio, de trabajo, registradas con rara habilidad, pero que dan buena cuenta de las dos pasiones que mueven al artista-pintor: una, las estrategias visuales; y, dos, la pintura. Como quiera que sepamos, lo que queramos decir cuando empleamos las expresiones modos de ver, modos de resolver, la pregnancia que comunicamos suele contener una nota de marcado carácter pictórico. No obstante, se trata de una razón que debe usarse con sumo cuidado, pues todo modo de ver se logra con estilo y todo estilo es modo de resolver en el sentido de que los buenos estilos se logran por artificio. Modos de ver, o, tal vez, modos de resolver, son estos objetos para los ojos, que nos sorprenden con su presencia sonora, abrazando la frescura tímbrica del color de la voz, la sencillez no premeditada del gesto en la labor y su sombra; asuntos nada ajenos al artista.

Desde hace ya bastante tiempo, desde los años ochenta, Loncho viene cultivando, con detenimiento y despreocupación, junto a las paradojas visuales que han dado lugar a la transformación de su pintura, su esfuerzo más logrado, la intervención de la imagen en registro digital, que es acaso la erótica de sus recientes estrategias visivas. Sucede que para todo artista que trabaja con vídeo ver es el modo en que los ojos meditan sobre los procedimientos y el libre juego de los planos, los encuadres, la composición. La obra de Loncho, en concreto, ha adquirido resonancia, más allá de los límites de nuestra geografía, gracias a sus incitaciones e invectivas sobre la percepción y los vínculos entre la obra y el espectador; sus video-instalaciones, así como sus préstamos de fotografía en pintura, recrean y reconfiguran propuestas visuales, físicas y acústicas que solemos dar por sentadas y que percibimos casi siempre de un modo inadvertido; a medias entre la tenacidad de los nuevos soportes y su tensión expresiva, no se abandona a la facilidad del resultado, y persiste en mostrarnos que las alternancias en las estrategias de ver poseen su propio dominio y cada artista ha de lograr el gusto que lo aprueba.

En cuanto al acto de ver –que es leer con los ojos–, si bien es cierto que ya viene siendo en gran medida, aceptado por todos, que la obra es por lo menos, abierta y permite un amplio acomodo de interpretaciones; no siempre se siguen con suficiente atención las operaciones y las reacciones que permitan afirmar que es el lector –el desocupado oidor–, quien construye la obra. El propósito de esta muestra de varia intención, La felicidad en el trabajo, que es la llamada que ha venido a darle su autor, no es otro sino el de ahondar en algunas de estas estrategias de ver; pero también proponer, una vez más, el desafío al reflexionar sobre el regocijo, el gozo de la propia experiencia estética frente a los trabajos y oficios, para estimular el imaginario de ver en su lectura y abrir el panorama actual sobre lo nuevo que las artes visuales y el relato de las mismas, todavía son capaces de ofrecer.

La pujanza expresivista del color, el vuelco vertiginoso del mismo, el gesto desenfadado de la voz, la autenticidad de las emociones visuales, la apetencia de ver, la gana de buscar mañas distintas que incorporar a este esfuerzo artístico, son algunos de los rasgos que reposan, sin dificultad aparente, en cada una de estas videografías. Para el artista-pintor, toda emoción termina en imagen plástica, y siente que es su emoción, y no otra cosa, lo que habita el soporte intervenido de la instalación. En esta escurridiza pero delicada operación de video-instalar, de integrar las escenas, motivos vivos de color –de traspasar, rápida, laboriosa y detalladamente lo prendido por el ojo–, y de registrar sin más a la manera de su imaginario, con osadía y desenfado, pero sin afectación ni amaneramiento, la primera cosa a la que se recurre es el encuadre, el término último la escena, y, dentro de la escena, el esplendor de la voz y su color. No sé si el hecho de ver puede llevarnos más lejos, pero los ojos prosiguen su tarea cuando la mirada se detiene.

Son juegos de ver, vuelvo a insistir en esto, lo que capacita a este artista-pintor, para expresarse más abiertamente, y ayudarse por tanto a explorar sus propios recursos y habilidades. De este modo, parece que se va haciendo esta obra: y así, entre tanteos y audiciones, en oír y tomar la coloración de la voz, en contraponer las escenas en rotación, en ir registrando imágenes en paralelo, en ponerse los planos en consonancia, en atrapar el gesto en trance de cante, transcurre esa ejecución de sentido cuya elaboración como arte es la tarea de esta video-instalación.

Hay, además, en esta apuesta de Loncho, por aprovechar las estrategias no del todo agotadas del audio y el video, por recuperar la frescura de la gestualidad en trance de los cantes de labor, por encontrar la destreza misma de la voz, el hecho imprevisto de su fuerza tímbrica, trazas de buena factura y de concepto. Hay escenas, entre estas videografías, que tocan alegremente la sensualidad del ritmo, la viveza del compás entre imagen y voz, su sobria discontinuidad y su desgarrada alternancia. Hay trozos en seriada sucesión que invitan a los ojos a ver, porque van dando cuenta de las diversas mañas de hacer sentir la fuerza seductora de la video-instalación, usada aquí en tanto que rigor de la percepción, por la figuración de los cantes y sus sombras, por su contundencia.

Juegos de ver, o, bien, modos de hacer, contra el tiempo que padecemos, contra el aburrimiento que se expande y nos cerca, son estos ejercicios de estilo, estas ventanas de luz que buscan su recreo en las viejas maneras del cinematógrafo, esas que sin embargo recobramos a su través, esas que dan sentido a la más próxima tradición moderna; y que no son otras que las nuevas mañas videográficas, esas que vemos nacer imprevistas.

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